sábado, 15 de octubre de 2016

Pléyades y mirlos



“Yo le señalaba la inmensa bóveda celeste y le enseñaba a reconocer las constelaciones; le indicaba la forma y el nombre de cada una: El Escorpión en tenaz persecución del Cazador (Orión), abriéndose paso entre los cúmulos de fulgurantes estrellas a través del cosmos; el brillante Ojo de Tauro (Aldebarán) vigilando, celoso, a Orión para proteger a Las Pléyades e impedir el rapto de la bella Mérope, a la que intenta seducir con sus deslumbrantes joyas -y es que Orión posee uno de los diamantes más bellos e impresionantes del firmamento: Rigel, la súpergigante azul-. La rutilante jauría cósmica: el Can Mayor, fiel compañero de Orión en la eternidad, quien rivaliza con su amo por su descomunal estrella Sirius y su “Cachorro” (Sirius B), que junto con el Can Menor lo siguen, incansables, por el infinito.

Él escuchaba con atención la leyenda de todas ellas bajo aquel cielo límpido, magnífico, aparentemente inalterable. Sin embargo -le explicaba yo-, algunas de esas estrellas ya no existen, solo su luz continúa viajando hacia nosotros. El universo es cambiante, diferente de un momento a otro. ¿Cuántas de esas estrellas estarán naciendo y cuántas más, se habrán ya extinguido? Pero a pesar de eso, noche a noche el firmamento parece el mismo. A él le gustaban mucho todas esas historias. 

Disfrutábamos las noches esplendorosas en medio del intenso y abrumador silencio del campo, perfectas para velar y tratar de descubrir sus secretos. El valle parecía murmurar en una voz bajísima, casi imperceptible, con el leve viento. 

Nos levantábamos temprano para ver el amanecer, al que esperábamos cerca de una fogata, cuando todavía podíamos admirar a la Estrella de la Mañana en todo su esplendor a la que le seguía la aurora con sus hermosos colores y el indescriptible resplandor que antecede a la salida del sol y que solo puede apreciarse en el campo abierto.

Otras veces caminábamos por el valle soleado o rentábamos una lancha de motor que nos llevaba a lo largo del caudaloso río hasta un hermoso lago de aguas tranquilas y de un profundo azul turquesa: “nuestro lago”, lo llamábamos. 

Desde la colina, en la lejanía, se confunde el cielo con el lago. Por la orilla del río los sauces se inclinaban para mojar sus hojas en las ondulantes olas y los álamos extendían sus ramas cubiertas de nidos. Oíamos el escandaloso bullicio de los pájaros con su canto en las copas de los árboles. El río se deslizaba con pereza sobre la grava del fondo y, a lo lejos, se veían los cúmulos de plantas acuáticas que sobresalían del espejo del agua formando extrañas figuras.” 

Dos mirlos blancos revoloteando en el lago
Carmen Martínez


No hay comentarios.:

Publicar un comentario