¡Tú!, gran astro, qué sería de tu felicidad si no tuvieras a aquellos a quienes iluminas (...) Sin mí, mi águila y mi serpiente te hubieras hartado de tu luz y de este camino, pero nosotros te aguardábamos cada mañana, te liberábamos de tu sobreabundancia y te bendecíamos por ello.
Mira, estoy hastiado de mi sabiduría como la abeja que ha recogido demasiada miel. Tengo ganas de manos que se extiendan. Yo, igual que tú, quiero hundirme en mi ocaso (...)
El bosque y las rocas saben callar dignamente contigo. Vuelve ser igual a aquel árbol al que amas; al árbol de amplias ramas, el árbol que, silencioso y atento, pende sobre el mar.
“¡…Oh, Zaratustra, quién eres y quién tienes que llegar a ser: tú, el maestro del eterno retorno, ese es tu destino! [….] Cómo no va a ser ese gran destino también tu máximo peligro y tu máxima enfermedad! Dirás: Ahora muero y desaparezco y en un instante seré nada, pero el mundo de las causas retorna.
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