Gracias, mi Señor
Quiero darte las gracias, mi Señor, por las bendiciones, regalo divino que me has dado:
Por el cansancio, por las desilusiones, por la angustia, por mis tropiezos y mi desesperación; además, por las alegrías, las satisfacciones, la plenitud y, especialmente, por tu amor. Por el amor de mi padre y de todos los que me han rodeado a lo largo de mi vida. Algunos me dieron amor y afecto; otros, desilusión y penas, pero, igual, lo agradezco porque eso me enseñó a luchar, a pelear y me hizo fuerte.
Las lágrimas que derramé limpiaron mi alma, mi vida y mis ojos; el dolor que padecí forjó mi espíritu y pude compartir con los demás su fruto. Los conocimientos adquiridos han servido para convencer y espero que, también, para enseñar o iluminar con mi pequeña e insignificante luz a otras personas. Mis pasos no siempre fueron seguros, no siempre fueron firmes, pero sí, muy insistentes.
Mi padre me enseñó a amarte y por eso lo amo. Porque me hizo observarte en cada estrella, en cada brizna de hierba, en el rocío de las plantas en primavera y en la reluciente escarcha en el invierno. Me enseñó a cantar para alabarte y a buscarte más allá de las constelaciones, cuando los ojos se llenan de lágrimas y el corazón grita, buscando una respuesta que nadie conoce.
Gracias por los amigos “a toda prueba” que me has dado. Durante las grandes dificultades de mi vida muchos se quedaron en el camino y los perdí; los que persistieron, afirmaron y reforzaron el divino lazo de la amistad. Te agradezco tanto a unos como a los otros; ambos me dieron lecciones de existencia y supervivencia.
¡Gracias!
Sin embargo, después de todo, ahora quiero preguntarte, ¿por qué...? Las lágrimas ya no limpian mis ojos sino que los consumen; el dolor ya no forja mi espíritu sino que los desgarra y ya sólo puedo compartir tristeza... La prueba fue excesiva, mortal.
Karmen Martìnez