Karmen Martìnez
Tu faz inconmovible
de efigie inmóvil cincelada en piedra
con desdén indecible;
para el alma que ciñes como hiedra
tus ojos de mirada sugestiva
son única señal de estatua viva.
El mirar de esos ojos,
pétrea mirada de sutil encanto,
fría y fingiendo enojos
que al alma oprime y la disuelve en llanto,
desvanece las sombras y las penas
llenando de luz las noches serenas.
Así, déjame amarte
estatua de alabastro imperturbable.
Permíteme tocarte,
tocar el frío de tu mármol inmutable
suavizando la aterida dureza
de tu piel para darle la tibieza.
Tu rostro cobra vida,
palpita de pasión bajo el granito,
de amor desfallecida
el alma exaltada ahoga un grito
y la ilusión enciende mi sentido
al advertir que tu frialdad se ha ido.
Leve vestigio de amor
oculto en la insondable faz de roca,
de la pupila el temblor
se dilata y desciende hasta la boca
ardoroso el deseo por un beso
que se ha quedado entre los labios preso.
El corazón se enciende,
va suavizando de la piedra el rigor
y al exterior trasciende;
almas anhelantes, sedientas de amor,
fundidas en crisol incandescente
y grata esencia de un amor ferviente.
En loco desvarío
la fuente del deseo apaciguamos
y en el paraje umbrío
al sopor placentero dormitamos.
Al despertar, busco otra vez tu boca
… pero volvió a su rigidez de roca.
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