lunes, 24 de julio de 2017

Luciérnagas en el estanque


Regresaron los colibríes, las libélulas y hasta los relucientes mayates que, como joyas voladoras revolotean sobre las flores. Las tardes nubladas y lluviosas hacen de la vida una delicia. Gotas de lluvia que refulgen como diamantes a la luz del sol; tardes en las que la oscuridad se precipita prematuramente, noches límpidas y estrelladas y… la mente anclada a la ensoñación; en el lejano tiempo perdido en el tiempo: el campo nocturno y el estanque, testigo mudo del milagro viviente que son las luciérnagas. El mundo gira como debiera, en completa armonía y santa paz.

Sentarse bajo la lluvia, que moje el rostro y riegue el alma obligando a renacer a los recuerdos: feliz infancia, carreras después de la lluvia chapoteando en los charcos como joven potro, sin que importara cubrirse de lodo. Recuerdo nostálgico del pasado en que el lodo era solo eso: arcilla diluida en agua (nada qué ver con el lodo pestilente y pegajoso que brota de las mentes perversas). Tesoro invaluable propio sólo de la niñez.

El torbellino tenaz de los años se lleva, inexorablemente, la sencillez infantil: el cuerpo cubierto de barro, pero el alma diáfana e inocente; tiempos-espacios yuxtapuestos de otros cuerpos y otras almas; perdida ya la inocencia.

Karmen Martìnez

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