lunes, 11 de octubre de 2021

El silencio de Dios



 El silencio de Dios
Una noche que en calma parecía,
musitaba vehemente una elegía...
ferviente oración.
Un tintineo se oyó muy de repente
resonar entre las sombras, insistente;
el repique de un sonido impertinente,
que quebrantó mi paz.

Recuerdo aquel día durante un febrero,
ya habían pasado los fríos de enero;
mediados de invierno.
¿Quién será a esta hora?, inquieta pensé:
quizá a mi ruego Dios respondió porque
a la distancia a mi adorado invoqué:
mi alma lo añoraba.

Oí una voz lejana en el auricular,
afligido y tan triste su acento fatal,
quebrantóme el alma.
No era ni la voz ni el acento adorado
que mi corazón llevaba guardado… ¡No!
Lo mismo que a Jesús lo habían inmolado.
Incógnita mortal.

Se ciernen sobre mí las densas tinieblas.
Las lúgubres nubes a mente pueblan
y busco razones.
Pero Dios no escucha mi grito anhelante.
Ni siquiera nota el gran dolor vibrante
que agita con fuerza a mi alma agonizante
y exige respuestas.

¿Por cuánto tiempo resistiré perdida
por una explicación de esa despedida
que Dios se niega a dar?
Sufriré en invierno tal como las rosas
que marchita el viento, y las mariposas
que llegando el frío sucumben medrosas
cuando la nieve cae.

Jamás renunciaré al triste sentimiento
y uniré mi clamor al gemir del viento…
¡Dios escuchará!
En la neblina de tardes mortecinas
mi grito subirá a las cúpulas divinas
y el infinito que tú, Señor, dominas, con
fuerza, rugirá.

No permitiré que tu ignores a mis penas
te perseguiré hasta tus aras serenas:
tu reluciente altar.
Te suplicaré una palabra postrera,
aunque yo deambule en sombría rivera,
aunque pase un siglo en la ansiosa espera... de
tu réplica final.
Karmen Martìnez

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