El silencio de Dios
Una noche que en calma parecía,
musitaba vehemente una elegía...
ferviente oración.
Un tintineo se oyó muy de repente
resonar entre las sombras, insistente;
el repique de un sonido impertinente,
que quebrantó mi paz.
Recuerdo aquel día durante un febrero,
ya habían pasado los fríos de enero;
mediados de invierno.
¿Quién será a esta hora?, inquieta pensé:
quizá a mi ruego Dios respondió porque
a la distancia a mi adorado invoqué:
mi alma lo añoraba.
Oí una voz lejana en el auricular,
afligido y tan triste su acento fatal,
quebrantóme el alma.
No era ni la voz ni el acento adorado
que mi corazón llevaba guardado… ¡No!
Lo mismo que a Jesús lo habían inmolado.
Incógnita mortal.
Se ciernen sobre mí las densas tinieblas.
Las lúgubres nubes a mente pueblan
y busco razones.
Pero Dios no escucha mi grito anhelante.
Ni siquiera nota el gran dolor vibrante
que agita con fuerza a mi alma agonizante
y exige respuestas.
¿Por cuánto tiempo resistiré perdida
por una explicación de esa despedida
que Dios se niega a dar?
Sufriré en invierno tal como las rosas
que marchita el viento, y las mariposas
que llegando el frío sucumben medrosas
cuando la nieve cae.
Jamás renunciaré al triste sentimiento
y uniré mi clamor al gemir del viento…
¡Dios escuchará!
En la neblina de tardes mortecinas
mi grito subirá a las cúpulas divinas
y el infinito que tú, Señor, dominas, con
fuerza, rugirá.
No permitiré que tu ignores a mis penas
te perseguiré hasta tus aras serenas:
tu reluciente altar.
Te suplicaré una palabra postrera,
aunque yo deambule en sombría rivera,
aunque pase un siglo en la ansiosa espera... de
tu réplica final.
Karmen Martìnez