viernes, 3 de noviembre de 2017

El castillo del dragón



Si se me permite hacer una crítica al extraordinario y gran escritor Alejandro Dumas, quien, desde mi punto de vista, después de su gran genialidad al escribir “El conde de Montecristo” se le agotó la inspiración.

En “El castillo del dragón” se refiere a que en el pueblo de Rhungsdof cerca del río Rin existe un castillo llamado, “Drachenfelds” el que estaba ocupado por un dragón (debía ser de los dragones diabólicos y malvados, porque los hay como el dragón chino, que es el máximo representante de la grandeza).

Pues bien, este dragón exigía una persona como alimento diario. En los tiempos en los que Julián el Apóstata llegó con sus legiones a acampar a orillas del Rin, dos de los centuriones peleaban por una hermosa prisionera y estaban a punto de matarse uno al otro cuando el general, imitando el juicio salomónico propuso darle como alimento al dragón a la mujer. (Quizá la amaban tanto los centuriones que buscaron inmortalizarla, entregándola en sacrificio).

La bella mujer, coronada de flores y vestida de blanco fue atada a un árbol mientras le llamaban al dragón. Ella pidió que le dejaran libres las manos, así que en el momento que llegó el dragón, sacó un crucifijo y lo poso en medio de ella y la criatura. El dragón corrió despavorido y se refugió en su cueva. Entonces los lugareños y los soldados se envalentonaron y juntaron leña para llenar la cueva y encenderla, quemando al dragón, el cual se retorcía y silbaba dentro del antro hasta que quedó completamente calcinado.

Se dice que la bóveda tiene señales de fuego y la piedra se convierte en polvo al tocarla. Esta historia ayudó a los cristianos a propagar su fe.

Ni por asomo, nos dice Dumas cuál de los dos valientes centuriones se quedó con la mujer y si ella, agradecida por el honor que le confirieron al ofrendarla a dragón, calló rendida ante la gallardía y la valentía de los centuriones.

Karmen Martìnez

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